Vicente Gandía
Este majestuoso lienzo de Vicente Gandía (Valencia, España, 1935 – Cuernavaca, Morelos, 2009) titulado Fachada sur con flores de 1989 capta inigualablemente la luz eternamente primaveral de Cuernavaca, lugar donde vivió el pintor hasta sus últimos días y donde nunca faltan las flores ni los verdes y frondosos jardines. Dos suntuosas palmeras, una de sus plantas predilectas, estructuran la composición a modo de columnas vegetales en diálogo con la arquitectura interior de la casa. En torno a ellas, un conjunto nutrido de árboles, arbustos y hierbas completan el jardín, un enclave donde Gandía decía pasar muchas horas y días de su vida disfrutando de la paz y el equilibrio de lo natural.
Representado en la Colección Kaluz con cinco extraordinarias pinturas de su etapa de madurez, Gandía forma parte del grupo de artistas españoles exiliados a México ampliamente representados en la Colección junto a nombres como Pelegrín Clavé, Carlos Ruano Llopis, Juan Eugenio Mingorance, Antonio Rodríguez Luna, Mary Martín Iglesias, Francisco Camps Ribera, Luis Marín Bosqued, José Bardasano o Arturo Souto entre otros.
Tras la muerte de su padre y huyendo de la dictadura de Francisco Franco, llegó a México el 16 de junio de 1951 con 16 años, concretamente al puerto de Veracruz, donde lo primero que le impactó fue la vegetación. En su natal Valencia, la costa levantina española, había vivido su infancia en contacto con el mar. Su familia pertenecía a la burguesía agraria en unas tierras famosas por sus cultivos desde el tiempo de los romanos y conocidas en España como “la huerta valenciana”. Por esta cercanía biográfica, Gandía estaba enamorado de los jardines mediterráneos, híbridos entre jardín y huerta, en los que continuamente aparecen frutos y hay flores para cortar. En Cuernavaca, Gandía hizo también su huerta, incluso con gallinas, y logró transformar la negra España de la posguerra y la epidemia de polio en un sosegado vergel en el que desarrollar su producción artística.
En total sintonía con su estilo celebratorio, el jarrón que se encuentra en el primer plano resume a la perfección el homenaje a la vida contenido en cada una de las obras de este artista autodidacta. Un rasgo distintivo de sus jarrones es que se comportan como abanicos que se despliegan irradiando su energía floral a todas las direcciones del cuadro, mostrando las flores separadas unas de otras, permitiendo que entre el aire y que se admire la especificidad de cada una de sus morfologías. A diferencia de otros pintores, las flores que se encuentran contenidas en los floreros de Gandía no son una creatio ex nihilo, sino que están siempre en conexión directa con el jardín del que proceden, fuente inagotable de frescura, color y vitalidad. Los lírios, margaritas, iris o alcatraces representados no existen sin la proliferación excedida del jardín y colman con presencia esas otras ausencias manifiestas en la pintura, como aquella insinuada a través de la silla amarilla.
Muchas veces se ha comentado lo poco que aparece la figura humana en la obra de Gandía. Tal vez porque tuvo que pintar un buen número de retratos siendo adolescente para subsistir o tal vez porque los seres humanos son el germen de los conflictos de los que el artista quería escapar, en su obra de madurez no aparecen apenas personas, aunque sí alusiones a ellas a través de símbolos como las manzanas. Al lado izquierdo del florero de Fachada sur con flores se aprecia una manzana partida en dos, la manera de Gandía de representar un distanciamiento, una fractura que deja expuesto el corazón con las semillas, al tiempo que enfatiza el mensaje de la silla vacía.