José Agustín Arrieta
Las flores emergen como un alegato de la fertilidad de la vida en este fastuoso retrato decimonónico del hoy insigne pintor del costumbrismo poblano, José Agustín Arrieta (Tlaxcala, 1803 – Puebla, 1874). Una constante en la producción del artista, las flores son siempre destacadas en sus composiciones, pintadas con veracidad y técnica esmerada, la misma que dedica a la vestimenta y ornamentos del Retrato de Josefa María Sanz, ca. 1865.
Nacida el 12 de enero de 1856 en Ciudad de México, la retratada — Josefa María de Guadalupe de Jesús Rafaela Ignacia Federica Arcadia Francisca de Paula Petra Trinidad Sanz González— queda huérfana con sólo un año de edad, motivo por el que el Deán de la Catedral de Ciudad de México se hace cargo de ella, siendo la única heredera del patrimonio familiar entre el que se encontraban las inversiones mineras y bancarias, propiedades en renta en la Ciudad de México y las haciendas de la Concepción Mazaquiahuac y Nuestra Señora del Rosario en Tlaxco, estado de Tlaxcala.
A sus 19 años, el 2 de julio de 1875, se casa con José María Solórzano Mata de 30 años de edad y nacido en Morelia, Michoacán. De este matrimonio nacen diez hijos de los cuales sólo uno contrae nupcias. El comienzo de la Revolución mexicana, sumado a la muerte de su esposo en 1911, lleva a Josefa María a partir a Europa con sus ocho hijos restantes en un viaje que se prolongaría diez años, debido al estallido de la Primera Guerra Mundial. En 1944, fallece a los 88 años en Ciudad de México.
Arrieta inmortaliza a la joven Josefa María en un vestido celeste inmaculado y envuelta en cromatismo y derroche floral, contrastados solamente por el tocado negro, el único rastro que el pintor exhibe de su orfandad. A su alrededor, un enérgico universo vegetal se despliega inundando el suelo, la cortina, el espejo, los frascos de perfume y el florero, donde se encuentra —protegida bajo el capelo de cristal— la cornucopia, origen y síntesis de esta prodigalidad y uno de los mayores símbolos de afluencia de la Historia del arte.
Del latín cornu (cuerno) and copiae (abundante), el cuerno de la abundancia ha sido representado en innumerables ocasiones desde la Antigüedad clásica hasta hoy para transmitir el derroche de riquezas materiales, (tesoros y monedas de oro), frutales, vegetales y cereales inagotables (en relación a una cosecha fructífera) o florales en referencia a una primavera eterna.
En una de las versiones sobre el origen de la cornucopia, la mitología griega señala que procede de la cabra que amamantó a Zeus en su niñez y cuyo cuerno rompió el dios mientras jugaba en un acto incontrolado de su fuerza. La ninfa Amaltea lo recogió y lo llenó de hierbas y frutas para alimentar a Zeus, convirtiéndose en un símbolo de lo inagotable, la fertilidad y la prosperidad.
Este jarrón cornucopia perteneciente a la Colección Kaluz con capelo de cristal es una pieza singular conservada junto al cuadro por los descendientes de la retratada durante generaciones. La mano que sostiene la cornucopia es la izquierda, hecho inusual en piezas de porcelana similares. Acentuando aún más su rareza, posee un trampantojo que —a modo de ilusión floral realizada en la misma porcelana— se integra en el jarrón, creando una continuidad entre el florero y el bouquet, compuesto de flores y espigas de trigo confeccionadas en telas y terciopelos.
Dónde fue producido y cómo llegó a manos de Josefa María Sanz es un misterio. Posiblemente de producción europea, tan sólo cuenta con una fecha escrita en la peana, 1796, y una esquemática firma en el interior del florero que podría revelar más datos sobre su procedencia, por el momento, ignota. Lo que sí sabemos es que Arrieta apreció su valor y sus particularidades, por lo que decidió inmortalizarlo junto a su dueña, simbolizando que la infancia —al igual que la cornucopia— contiene un futuro fecundo.